Mi contribución mensual a Revista Mujeres. Las ediciones pasadas, aquí:
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=)
Hoy todo mundo habla de “Derechos Humanos”. Nos
interesan los derechos humanos; lo confuso es que a veces, ambos lados de los debates contemporáneos más sensibles (clarísimo
ejemplo es el aborto, o el choque entre el derecho a la privacidad y el derecho
a la seguridad pública) dicen tener de su lado los Derechos Humanos. Dice A.
Clapham que “hoy pasa muy poco tiempo antes de que un problema social, el que
sea, se exprese en términos de derechos
humanos”.
Pero
como sucede con toda repetición, amenaza con perderse de vista tanto el
significado como el origen del concepto. Históricamente, se trata de una idea
muy reciente. Hace apenas pocos siglos que surgió (unos dicen que con la Magna Carta en Inglaterra, otros que con
la Revolución Francesa) la idea extraña de que yo puedo tener derechos
inherentes, sólo por existir. Hoy en día hay controversia entre derechos que
parecen chocar unos con otros, ejemplos abundan y nos dan tela para meses de
debate: el derecho a la salud vía medicinas gratuitas contra el derecho a la
propiedad intelectual; el derecho a la privacidad contra el derecho a la
crítica pública…
U otros que parecen plantear más preguntas de las que
resuelven: Si yo tengo derecho a la alimentación, ¿significa que mi gobierno
tiene la obligación de
alimentarme?... Si tengo derecho a una casa, ¿quiere decir que alguien me la debe
regalar, puedo exigirla?... (A un inglés se le ocurrió que no sólo debería haber
derechos, sino también Obligaciones Humanas).
Es mucho más sencillo cuando hablamos
de prohibiciones absolutas; y hasta donde sé, sólo existe un ejemplo en el que todos los gobiernos
del mundo, al menos de dientes para afuera, más o menos están medio de acuerdo: en Derecho
Internacional, todos están de acuerdo en la prohibición absoluta a la tortura
(con la pena de muerte aún no se logra el mismo consenso). Ahí es fácil porque
lo único que el resto de la Humanidad tiene que hacer, es no torturarme. Pero cuando hablamos del derecho a la salud o a la
alimentación, por superado que parezca, el tema es polémico porque entonces
entra la pregunta de si alguien más debe darme
los medios, o al menos la oportunidad de que yo me los gane con trabajo (y el
derecho al trabajo es otro debate).
Aún más extraño es estudiar la historia de cómo los
Derechos Humanos llegaron a existir por escrito. M. Mazower, en su artículo
cuyo título parafraseé yo en el mío (The
Strange Triumph of Human Rights), nos cuenta que no todo fueron buenas
intenciones: en realidad los gobiernos, tras la Primera Guerra Mundial,
empezaron a hablar de “Derechos Humanos” porque su intención era restarle
importancia a los derechos de las
minorías, que habían sido el tema hasta entonces – en la Alemania de
Hitler, la Rusia de Stalin, y Europa en general, lo preocupante era el pésimo
trato que se daba a muchas minorías. Pero el propio EUA (con su atroz
segregación racial), y los países que poseían colonias (como Inglaterra), no
querían que se les criticara su trato a las minorías; prefirieron hablar más
vagamente de “Derechos Humanos”, creando una institución que tuviera un poder
legal casi nulo (la ONU), y una Declaración sin “dientes” jurídicos. Hoy, sin
embargo, este cambio tramposo puede haber sido un triunfo – pues hablar de
Derechos Humanos en lugar de “minorías” nos permite ocuparnos, por ejemplo, de
las mujeres y niños – que juntos forman una mayoría cada vez más consciente de
sus derechos.